jueves, 8 de diciembre de 2011

The shipwreck


Quizás deberían haber esperado un poco más antes de partir. Pero la tripulación tenía que embarcar y darse al mar tan pronto como fuese posible.
Entre lágrimas y sonrisas se oían vítores y los pañuelos volaban en señal de buenaventura.
Era un día en el que hasta el sol parecía querer zambullirse en las cristalinas aguas del lugar. La multitud se concentraba para estar lo más cerca posible por última vez en mucho tiempo de aquel barco que acababa de quitar los nudos a sus amarras.
Entre todas aquellas gentes no podía más que verse dicha, fe y ojos llenos de amor. Pero si algo me llamó la atención entre aquel bullicio fue la mirada inquisitiva de una mujer de aspecto angosto y azaroso. No era más que una pobre vagabunda que solía rondar las calles del puerto y que asustaba a los niños cuando correteaban por los callejones.
Me acostumbré a verla, como el resto del pueblo. Pero el júbilo del momento se desvaneció para mi en el mismo instante en que me crucé con su vidriosa mirada.
Aquello hizo que se me juntasen las nubes en el cielo y el sol oscureciese por un momento.
Habíamos zarpado. Al rato la sensación de la extraña angustia que me provocó aquel momento se esfumó tan pronto como vino la primera oleada de náuseas a causa del vaivén de las olas.
Supuse que aquél viaje no iba a ser plato de buen gusto. Pero era lo que yo quería, muy a pesar de todos aquellos que me habían lanzado pañuelos blancos y me habían lanzado aquellas miradas de pena.
Pero prefería mil días de náuseas a lidiar más tiempo con la tormenta que me asolaba día sí y día también.
Cuando conseguí que el aire fresco me diese una tregua, me acordé de súbito de la pequeña anciana. Además de asustar a los niños, era famosa por su habilidad con la fortuna y el azar. Más bien para el infortunio y la desgracia. Nadie le dirigía ni la más mínima palabra. Y menos aun una mirada. Si bien era capaz de revelarte los infortunios, también lo era de transmitirlos en aquella pétrea mirada.
Entonces una nueva oleada de náuseas se apoderó de mi, ya fuese por las olas, el mal sabor de boca que me había dejado ese maldito contacto con esos ojos o todo a la vez.
Entre vómitos y días vacíos de sol, la alegría con la que habíamos zarpado se fue consumiendo entre la oscuridad de las profundidades. No hallábamos tierra y los suministros se estaban acabando, sin contar con que el viento azotaba el barco de forma espeluznante.
A medida que seguíamos avanzando y la noche se cernía sobre nosotros, las nubes se agolpaban y exageraban la oscuridad de la noche. Lo que hizo que dejase de preocuparme de los rutinarios mareos. Recordé de súbito a la mujer que perturbó mi esperanzadora partida.
Antes de que me diese cuenta, lo que yo pensaba que sería el camino para dejar mis tinieblas atrás, empezaría a ser lo que menos me esperaba.
Lo demás fue como un flash. O varios de ellos, ya que lo único que pudimos distinguir lo hicimos cuando las luces de la tormenta comenzaron a horrorizarnos.
Todo se movía demasiado, el agua caía con tanta fuerza que empezaba a dudar si seguía encima del barco o tal vez ya había caído al ancho mar. El desconcierto y el pánico empezó a apoderarse de todos los que íbamos a bordo. Los chalecos volaban y el barco se zarandeaba de tal forma que empezábamos a rodar sobre su superficie y a chocar unos con otros. Escuchaba gritos por todas partes y entre relámpago y relámpago veía como aparecían y desaparecían. Uno a uno fueron cayendo al mar. Yo también. El barco y todos nosotros nos perdimos entre el cielo y el mar que ahora no eran más que agua, oscuridad y algo de luz centelleante.
Fue un auténtico espectáculo de pavor.
Nos dormimos. Tal vez para siempre. Los delirios se sucedían, y los veía a todos. Mirándome desde la orilla el día que partí. Veía como la anciana mujer clavaba sus ojos en el cielo y aquel empezó a oscurecer. Como en una pesadilla. Los pañuelos se volvieron del color de la noche, las gentes ya no reían ni lloraban por nuestra partida. Lloraban por nuestra ausencia, les veía los ojos totalmente negros y sus lágrimas eran oscuras.
La tormenta con la que partí se perdió cuando me asoló aquella tempestad. Y en mi último delirio pensé que aquellos ojos oscuros me habían vaticinado que huir de una tormenta me llevaría a sufrir un verdadero diluvio que duraría para siempre.
Y se hizo el silencio. Silencio. El mar es silencio. El descanso eterno.

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