Un invierno dura lo mismo que dura el hielo en las entrañas. Un invierno demasiado largo. Invierno, invierno otra vez. La última vez que se secaron las primeras hojas de otoño el invierno había durado lo de siempre. Las mismas penas y las mismas lágrimas hechas nieve y derretidas al sol de la primavera. Igual que siempre.
Siempre no es igual y siempre no es lo mismo nunca.
Habría jurado que nunca había pasado tanto tiempo en el hielo. Duro, límpido, de belleza perfecta e inacabable. Puro y duro como el acero, cortante y castigador.
365 días repartidos en estaciones, frío, calor, calma y tempestad. El año infinito, de invierno alargado y sombrío. Increíblemente largo.
El más largo de la historia.
Las arenas más lentas jamás caídas en un reloj.
El tiempo hecho agujas de soledad y de perpetuidad.
Se nos olvidó que había un sol, que había algo más, se nos olvidó casi todo.
Los recuerdos, los pensamientos, lo que sentíamos. Caía en copos de nieve todos los días que se adhería al suelo y que pisábamos constantemente. Hemos pisado las lágrimas de cristal cuyos filos destruían nuestros pies y todo aquello que hemos amado y que andábamos pisando de manera imperceptible.
Hemos destruido y nos han destruido. El hielo nos ha quemado y con él lo hemos quemado todo.
A veces parece que nunca se acaba, a veces parece que hace calor.
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