Inexorablemente esta canción suena en mi cabeza, una y otra vez. Cuando algo nos cala tan fulminantemente, cuando es una canción, los días pasan como un fotograma, aunque las fotos se tiñan de gris, incluso es fascinante. Porque que una canción revolotee p
or tu mente, lenta, pausada, como las gotas de un grifo mal cerrado, es a veces la única forma de dejarse llevar entre el tiempo, de olvidarse del resto, de pasar entre la gente como si fueran siluetas de cartón, de caminar a unos metros sobre el suelo. Elevarse.
Es una sensación, más que de alivio, de liberación, dejar todo el peso acumulado en el suelo, y caminar sobre él. Es caminar por la playa sin pisar la arena, y rozar la espuma de las olas con la punta de los dedos. Es visitar el horizonte, y perder la orientación. Es una sensación de calma, de tranquilidad, de paz.
La música nos eleva a lugares que solo nosotros somos capaces de concebir, pero no solo el oído es capaz de transmitirnos la belleza del exterior.
¿Y sino pudiésemos admirar la magnificencia de aquello que no podemos oír? ¿Te has parado a pensar alguna vez en el poder de unos ojos? Y cuando digo de unos ojos, no hablo precisamente de ojos, sino de miradas. Después de la música, el poder de u
na mirada, a mi parecer, es uno de los más devastadores. Tú corazó
n se puede congelar frente a una de ellas, o arder con vehemencia, para los restos. He podido
sentir el frío de unos ojos que queman, he podido sentir todo y nada a la vez, y rendirme ante ellos para evitar cruzármelos a toda costa. A algunos incluso he llegado a temerles sin sentir miedo más que de coincidir en su dirección y no poder apartarme de ellos en una vida entera.
Una mirada, una simple y maltrecha mirada, es capaz de besarte, de decírtelo de todo y de ser ignorada. De sumergirte en la paz y de llevarte a
los mismísimos infiernos. Es capaz de necesitarte y evitarte una y otra vez, durante toda la eternidad.