jueves, 19 de mayo de 2011

When I stop


Las heridas dejan de sangrar. Sí, en un determinado momento del que quizás ni siquiera somos conscientes, nuestras heridas se cierran, pero no se van. Y es cuando empiezan a sangrar por dentro, condenadas a inundar nuestro interior sin que los demás se percaten de ello. Solo aquellos que alguna vez estuvieron en tu alma son capaces de vislumbrar tus más oscuras lágrimas.
Y te preguntas hasta que punto eso puede ser algo útil, si de verdad merece la pena empezar a fingir, o en realidad cada día te sientes peor por engañar al mundo. Pero te agarras fuertemente al lavabo, pupila contra pupila, y te ríes, y piensas... ¿y eso que más da?
Y el mundo deja de tener importancia alguna, por los que saben, por los que no saben y por los que creen que saben algo.
Un minuto, a veces un solo minuto basta para ver las cosas claras, para pensar y decidir que es lo que sabes, lo que sientes, y que es lo que el resto espera de ti.
Otras veces, hace falta incluso toda una vida, para preguntarse que es lo que está bien, lo que está mal, y lo que para unos está bien y para otros no. Y para uno mismo, cuando nuestros actos son altamente condicionados por los del resto, por sus palabras que se clavan como las púas de la cama de un faquir, por los demonios que corroen nuestras entrañas.
Cuando ya no se trata de problema y solución, sino de evolución y cambio, de respuestas que simplemente no son buscadas, y de preguntas que nunca, nunca serán formuladas.
Es entonces, cuando decides bajar, sentarte en las manecillas del reloj y perder la vista en el infinito, como si por un momento, no existiera otra cosa que la vacuidad.

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