Es posible que esta noche el sueño no se atreva a entrar en mi habitación, que estas cuatro paredes me miren apenadas, se estrechen y me acojan como si de una eterna noche se tratase.
Y en la calle haga frío, las hojas se arremolinen en la esquinas, el gris inunde el cielo y los cristales de mi ventana silben con el aire. Lo espero.
El invierno casi se ha ido sin avisar y ahora me doy cuenta de que en realidad para mi no se ha ido, lo echo de menos fuera, pero en mi interior sigue haciendo frío, sigue diluviando y siguen revueltos los mares.
La gente que me mira me ve en primavera, los rayos del sol se desdibujan en mis pupilas y brillan como si todo ese invierno con sus tormentas estuviese detrás de un cristal opaco a través del que nadie es capaz de mirar. Quizás no se atreven, o quizás es imposible dilucidar que se esconde tras ellos.
En un inciso, de ese invierno, solo soy capaz de vislumbrar un callejón, el mismo callejón gris de hace más o menos un año, donde las dudas eran el foco de mi vida y los interrogantes mis únicos transeúntes. Pero lo cierto es que parece más viejo, derrotado. Como si hubiesen pasado años desde aquel día que me dejé caer. Pateando charcos y viejas raspas colgando de la basura. Como un vagabundo.
Siempre que acabo regresando a lugares como éstos, que surgieron a raíz de mi necesidad de huir de todo, siento una nostalgia sobrecogedora. En todos esos lugares ya no hay luz, como si estuviesen agotados. Cumpliendo su función de haberme rescatado y ahora siendo completamente inútiles. Y como si un año se hubiese estirado hasta la eternidad.
Es confuso. Es demasiado... diferente. Todo. Todo ha cambiado, se ha quedado atrás.
Incluso yo. El problema es que mientras todo cambia a mi alrededor yo sigo buscando inútilmente todos esos lugares. Intentando quedarme atrás con ellos y no avanzar nunca hasta llegar hasta aquí. Huyendo de la realidad del presente, rebuscando entre los restos del pasado donde todavía mi alma me pertenecía.
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